Las calles volvían a estar
mojadas y habíamos tenido que volver a ponernos las botas de goma y los
chubasqueros. Me fastidiaba especialmente porque el día anterior había estado
limpiando, en vano, los cristales de las
ventanas. A través de ellos, observaba el panorama urbano desde la cocina, con
una tostada untada con mantequilla y mermelada de uvas en una mano y una taza
de café negro y cargado en la otra.
Estaba tan ensimismada entre mis
propios pensamientos que no escuché el sonido de la puerta y cuando, de
repente, oí tu voz a mis espaldas, me sobresalté sobremanera. Siempre pasaba lo
mismo. Si te tocaba el turno de noche, el insomnio venía a hacerme compañía, a
provocar mi inconformismo desvelado. Por fortuna, mi imaginación nunca paraba
y, a veces, mis ocurrencias sobrepasaban los límites del bien y del mal y
acababa haciendo planes políticamente incorrectos.
Como de costumbre, cual voyeur de
libro, vigilaba cada uno de tus pasos, cada gesto. Te metiste en la habitación
y tu ropa fue cayendo lentamente, de una forma que me hizo recordar mi etapa de
bailarina en aquel bar con luces rojas y barra americana. Fue antes de que nos
conociéramos, una época en la que yo era yo y podía serlo. Mucho más libre y
menos frágil, aún no sufría en mi piel los efectos de tus puñaladas traperas.
No tardaste más de diez minutos
en salir del cuarto de baño. Te había preparado un té de tilo. Estaba bien
calentito, casi como el infierno, justo tal y como a ti te gustaba. Te lo
terminaste rápidamente, me dedicaste uno de tus habituales piropos malsonantes y
te metiste en la cama. Por una vez, no habías bebido y no estabas para lo que
tú llamabas fiestas.
Al poco, roncabas y, mientras
dormías, apreté la almohada contra tu cara con todas mis fuerzas. Te
despertaste debajo de mí, querías salir, pero yo no te dejaba. Estuvimos
forcejeando durante un largo rato. Tú, tratando de darme patadas; yo, esquivando
tus intentos. Te faltaba el aire y la sustancia con la que había aderezado tu
infusión comenzaba a hacer efecto. Ibas perdiendo fuelle y yo sonreía, a
sabiendas de que iba a ganar esta batalla.
Ya no te movías. Encendí un
cigarro y me quedé unos minutos analizando el espectáculo. Había hecho la
llamada y sabía que pronto vendrían a por mí, así que me centraba en disfrutar
de esos momentos previos a la celda y los barrotes, a los años sin ver salir el
sol ni sufrir los días de lluvia, pero, al fin, liberada.