Las negras ramas de los árboles,
entre sí enmarañadas, se reflejaban en las aguas cristalinas de aquel lago
salado formando un círculo de trenzas enredadas unas con otras, confundiéndose
en una oscuridad sólo rota por los destellos pululantes de una luna intermitente
que se asomaba tímidamente entre las nubes tormentosas.
Sus ojos verdes se clavaban en el
filo de mi boca, temerosos, aguardando un auxilio inesperado que jamás
arribaría. Brillaban en mi piel sus pupilas dilatadas. Sus cabellos de oro,
encrespados por la humedad o por el pánico que pudieran producirle,
presumiblemente, las puntas de mis
colmillos. Sus erizados vellos de hombre acobardado. Sus manos en alto,
tratando de paliar la fuerza de mi asalto. Su antaño viril mandíbula cuadriforme
dibujaba ahora un círculo. Con los pies paralizados, aguantaba la respiración y
ahogaba un grito en el fondo de su garganta. No pudo reaccionar.
Las cadenas se habían roto y era
libre. Mi piel no era ya humana cuando le divisé. Una manta de pelo me cubría
siempre en luna llena. Mis manos eran garras; mis piernas, las patas traseras
de un monstruo. Mis orejas, puntiagudas; mi boca, una trampa mortal; mis ojos,
el infierno. La metamorfosis era cada vez más rápida, menos dolorosa y,
después, se desataba aquella gula insoportable que me obligaba a ir de caza.
Mi olfato era infalible. Siempre
encontraba presas adecuadas. La magia era la clave. El don y el talismán. La
estirpe y la condición de ser varones y primogénitos.
Rematé el banquete satisfecha,
ensimismándome en cada bocado, atrapando cada segundo en mi memoria,
disfrutando su sabor a dios menor. Y las nubes iban inundando mis pies a
cuentagotas, a medida que se deslizaban en lo alto y despedían al satélite nocturno para dar paso al astro rey que, con su centelleo
anaranjado, alumbraría lo que habían sido sombras.
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